¿Son las fuerzas armadas las que sustentan la posición de Estados Unidos como poder hegemónico? (Segunda Parte)

Estados Unidos llega a México

La bandera estadounidense llega a Veracruz

En la entrega anterior comenzamos una discusión sobre la historia de las guerras y de las intervenciones extranjeras de los Estados Unidos, preguntándonos si el poder militar de este país es lo que sustenta su hegemonía. Vimos que la historia armada de los Estados Unidos ha estado bien sazonada por derrotas desde su fundación. Habiendo nacido débil y dependiente de otras naciones, el país fue poco a poco adquiriendo experiencia y fortificando su plantel militar, hasta que logró convertirse en un poder que fue capaz de competir con  las grandes potencias europeas del siglo XIX y finalmente derrotarlas en las guerras mundiales del siglo XX para establecer un nuevo orden mundial.

Nuestra tesis la semana pasada fue que a pesar de que Estados Unidos desarrolló una veta belicista y un poder militar de importancia durante sus primeros ciento cincuenta años de existencia, pronto se topó con dos obstáculos que desdentaron y emascularon ese poder. El primero era la  misma constitución liberal del país, que limitaba el estado a la función de proteger las libertades individuales, lo cual contradecía y controlaba el afán totalitario que tiene que ver con la dominación y la conquista. El segundo obstáculo era el modelo internacional impulsado por los Estados Unidos al finalizar la segunda guerra mundial, que consistía en el establecimiento de un marco legal e institucional para formalizar las relaciones entre países y evitar las aventuras bélicas. A pesar de esto, lo que prometía ser un futuro de paz y desarrollo pronto se convertió en una pesadilla, en la que los Estados Unidos se irguieron como hegemón sostenido por sus fuerzas armadas.

Ahora estoy sentado en la terraza soleada de una casa en el sur de la Florida, viendo la puesta del sol en un silencio que se rompe por el crujido que hacen las palmeras cuando se mecen perezosamente. A primera vista, esta escena nada tiene que ver con las guerras americanas del siglo XX, pero sirven como metáfora. Las ciudades del interior del condado de Broward son pequeños paraísos emanados directamente del sueño americano. Estamos hablando de suburbios enormes de casas unifamiliares, con jardincitos verdes y buen cuidados, muchos con sus piscinas, y todos rodeados de canales de agua surcados por canoas y veleros. Niños de todas las razas juegan en las calles bajo la mirada atenta de sus preocupados padres. Por las anchas y enarboladas avenidas transitan automóviles modernos e inmaculados de un sitio a otro, concentrándose en centros comerciales, hospitales, iglesias, y parques, y más allá en autopistas enormes que surcan el paisaje en todas direcciones. Estas ciudades del interior del condado colindan al norte con el parque nacional de los Everglades, un pantano enorme que sirve de desague del lago Okeechogee cientos de millas al norte. Para mantener una civilización suburbana en la frontera de ese paraíso salvaje se han requerido inversiones milmillonarias en infraestructura y mantenimiento que constantemente mantienen a la naturaleza al margen  Son kilómetros de desagues, bombas y diques en su mayor parte escondidos, pero a veces visibles y desnudos que subrayan y acentúan la artificialidad del paisaje. La convivencia de lo humano de lo natural se rompe también con las incursiones de los turistas a los pantanos, y las invasiones de cocodrilos y serpientes a las urbanizaciones.

El condado de Broward contra los Everglades

De aquí no pasas

Finalizada la segunda guerra Mundial, Estados Unidos se irguió como el líder indiscutido de occidente. Pero la civilización occidental no era total, y limitaba en cientos de fronteras con el mundo socialista. Así como en el esquema suburbano a la naturaleza hay que mantenerla a raya, en la visión occidental se vio como necesario contener al socialismo a su base geográfica establecida. En ese momento no se quería una guerra y la conquista total de la esfera soviética que eso implicaba. Más bien, sólo se quería asegurar el espacio físico de occidente. Claro, si poco a poco se ganaba territorio para el bando americano, eso bienvenido era (así como de vez en cuando y de manera sigilosa terrenos de los Everglades han sido urbanizados o utilizados para propósitos industriales, por ejemplo). En fin, bajo el marco legal e institucional que tenía a las Naciones Unidas como cabeza visible, el mundo se enrumbó en un conflicto estratégico que era una especie de meta-guerra, en la que los americanos y los soviéticos se concentraron en mantener un equilibrio dinámico y tenso entre los dos bandos por utilizando el rearme, la propaganda, el poder económico y hasta enviando a la guerra a satélites pequeños y miserables.

Fue así como durante la guerra fría el poder militar estadounidense creció a límites inéditos. Esos fueron años en los que el afán belicista de unos cuantos justificaba aventuras armadas por la imperiosidad de mantener occidente a salvo, y las fuerzas militares americanas, en simbiosis con el empresariado (y no sólo el bélico) se convirtió de facto en un nuevo poder del estado en algunos casos independiente de los otros poderes públicos. No es casualidad que después de la segunda guerra mundial el congreso americano no volviera a declarar guerras. Estas, en cambio, eran ejecutadas de facto por un poder ejecutivo amparado en el interés sacrosanto y secreto de la seguridad nacional. Fueron estas guerras no declaradas las que erigieron a Estados Unidos como el gran villano para tantos comentaristas e historiadores. Vistas per se, eran guerras injustas, injustificadas, y contrarias al espíritu liberal americano  y a los propósitos de las Naciones Unidas: Corea, Vietnam, América Central, fueron tres entre tantas otras intervenciones. Esto por una parte. Por otra, existía también una convicción que de no hacer estas guerras no se podría contener a un universo soviético que era también ambicioso y estaba en expansión, y en contradicción absoluta con occidente.

Si bien occidente ganó la guerra fría, el consenso apunta a que ésta se ganó porque el sistema socialista no era sustentable, y dependía de la destrucción de su capital, lo que eventualmente causó la implosión natural de la Unión Soviética y de sus satélites. Quizás las aventuras militares de la guerra fría fueron efectivas poniéndole coto a las ambiciones expansionistas soviéticas y quizás aceleraron el proceso de descomposición socialista. Pero también puede ser que hayan sido una pérdida inútil de vidas, tiempo, y enormes cantidades de dinero.

Evacuación de Saigon

Con las tablas en la cabeza

Pero volvamos a nuestro punto, que es el tema de este artículo. Lo curioso de todo esto es que los Estados Unidos sólo acumularon fracasos bélicos durante la guerra fría. De un armisticio en Corea a un fracaso rotundo y humillante en Vietnam, todo el poder militar de la civilización más poderosa de la historia sólo sirvió, cuando sirvió, como herramienta diplomática y económica. En los campos de batalla del sureste de Asia, de América Central y de Iraq, la fuerza militar americana se mostró impotente. Llegaba con explosiones y ceremonia, y si no ganaba en un par de días contra fuerzas irrisorias (como en Panamá o en Grenada), perdía el apoyo político y se terminaba retirando con el rabo entre las piernas. En cambio, Estados Unidos sólo ha triunfado cuando lo militar es subordinado a lo civil, es decir, cuando se ha hecho un trabajo administrativo y diplomático de proporciones mayores, como en Japón, Alemania Occidental, Bosnia, Corea del Sur, y Kuwait.

Yo creo que el poder militar americano sólo sirve a estas alturas como agente disuasivo. A fin de cuentas estamos hablando de un país multinacional muy grande, con una cultura diversa, olvidadiza e indisciplinada a la que le cuesta mantener esfuerzos armados ofensivos a largo plazo, y que le pierde el gusto a la cosa cuando comienza a acumular víctimas. El gasto militar continúa enorme, la virtud marcial todavía es central en el imaginario colectivo, y de vez en cuando los factores políticos se alínean en posiciones que arrojan ejércitos estadounidenses en otros países. Pero despues de considerarlo todo,se me hace difícil creer que el giro neoliberal que ha dado el mundo en los últimos veinte años se ha debido al poderío militar de los Estados Unidos. En cambio, creo que tiene más que ver con la virtud de la idea liberal, y el desarrollo económico y político que su desatea aplicación donde ésta se arraige. Para darse cuenta de esto sólo hay que viajar, por ejemplo a Chile, a la India, a Brasil, y a China.

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¿Son las fuerzas armadas las que sustentan la posición de Estados Unidos como poder hegemónico? (Primera Parte)

Soldados Americanos

Por más que trates...

Ayer se conmemoró el aniversario de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Como es típico en esta época del año, fue un día bellísimo en Nueva York, de cielos azules como el océano y de brisas frescas que mecían los árboles cargados de hojas. En un acto oficial que se celebró en el terreno donde se erguían las torres gemelas, familiares y amigos leyeron en voz alta los nombres de cada una de las 2752 víctimas. El poder civil fue el protagonista del día: los rostros de los de los fallecidos, las sonrisas de sus huérfanos, las consignas de los que manifestaban a favor o en contra de la construcción de un centro islámico en la vecindad llenaron el ambiente de esa indisciplina y diversidad que hace al país tan atractivo para tantos extranjeros como yo. Pero al margen de esta reunión civil también se movía y se sentía una presencia militar importante, aunque también benigna. Soldados condecorados recorrieron el sitio, recibiendo el amable y silencioso cariño de las multitudes. Más tarde, se desperdigaron por la ciudad, atiborrando los bares irlandeses para tomarse unas cervezas con sus compañeros antes de volver a sus cuarteles y a sus navíos. Por ahora todo bien, pero la realidad es más amplia y menos decorosa. 

Lejos del acto en Nueva York, el poder militar estadounidense se convierte en el protagonista del día y levanta sus talones sobre el planeta. Han sido nueve años de guerra ininterrumpida. Centenares de miles de soldados americanos están activos en todo el mundo, combaten en Afganistán, vigilan fronteras en cada continente, y están incrustados en la vida cotidiana de decenas y decenas de países, desde Colombia hasta Corea del Sur. Esta presencia militar constante y entrometida genera resentimientos, y no pocos son lo que asumen que es este poder armado el que sustenta y del que depende la hegemonía cultural, económica y política de los Estados Unidos en el planeta. Yo no creo que esto sea así, y déjenme explicar por qué. 

Personalmente a mí nunca me ha atraído el orden marcial. Reconozco no haber experimentado nunca una guerra, y que mis lecturas de adolescente de novelas satíricas como Catch 22 y Las aventuras del buen soldado Svejk hicieron mucho para forjar mi postura al respecto. Sé del horror que desatan los ejércitos: la muerte de civiles y de inocentes, las hambrunas, las vejaciones, y la destrucción indiscriminada. Pero creo que la fuerza militar por sí misma, en nuestro orden actual, es como de elefante en cristalería: torpe, costosa, e inútil.  Especialmente la fuerza militar americana.  

George Washington

Como general algo incompetente

Desde su formación el ejército estadounidense ha sembrado más fracasos que victorias. Cuando el congreso americano le dio a Washington el mando del ejército continental, se esperaba que esta nueva fuerza pronto expulsaría a los británicos del país que apenas nacía. En cambio, Washington fue de una derrota a otra, siempre enfrentado al bando enemigo, pero en la mayoría de las ocasiones huyendo de éste. Si bien el valor y la probitud moral de Washington no era discutida por nadie (hasta en Londres, durante la guerra, se escribían editoriales en los periódicos alabando la majestad y excelencia del líder americano), sus dotes como líder militar eran dudosas.  A Washington  lo salvaron los Franceses, que desde el principio de la revolución le prestaron apoyo material, logístico y estratégico al nuevo país. La independencia estadounidense fue sellada en Yorktown por una victoria contundente del ejército continental sobre las fuerzas británicas. Esta batalla fue nominalmente dirigida por Washington, aunque en realidad el Conde de Rochambeau, enviado especial del rey de Francia, era el que tomaba las decisiones.  

El siglo XIX trajo mejor fortuna. Las victorias americanas sobre el Reino Unido, México y las naciones indígenas bajo la doctrina del Destino Manifiesto contribuyeron a que el país se lanzara en aventuras imperalistas de las que estaban de moda en aquella época. De cualquier manera, y a pesar de la doctrina Monroe, los americanos perdieron el juego imperalista en su propio vencindario. La ausencia de poder naval los hizo impotentes ante la conquista de Guyana, Ruatán, y México por potencias europeas. Retrasados en el juego, los americanos desarrollaron una fuerza marítima importante para principios del siglo XX (la segunda más importante del mundo despues de la británica), lo que contribuyó a la derrota Española en la guerra que puso fin a aquel imperio y que le supusieron colonias importantes a los estadounidenses en el Pacífico y el Caribe.  

Pero el colonialismo americano siempre fue incómodo. La constitución le hizo la zancadilla a los intereses imperiales desde el principio. La corte suprema de justicia dictaminó en 1857 la ilegalidad de establecer colonias fuera del país (de hecho, en 1869 la República Dominicana votó por incorporarse a los Estados Unidos, pero el congreso americano negó la solicitud). Ciudadanos de todas las estirpes se opusieron a las aventuras extranjeras, notablemente Mark Twain, que estableció la liga anti-imperialista. Sin la autoridad para suprimir las opiniones contrarias ni de dictar política por decreto, el estado americano retrocedió. Las colonias estadounidenses se hicieron insostenibles por la contradicción que significaba el mantenimiento de colonias por la democracia liberal más importante en un mundo que se movilizaba hacia la guerra total. Al final Estados Unidos se quedó con Guam y con otras dependencias menores, pero la época del explícito imperialismo americano terminó a principios del siglo XX. Esto no supuso el ocaso militar de la nueva potencia, por el contrario. 

El costo de Iwo Jima

La victoria de Iwo Jima costó demasiado

Las guerras mundiales convirtieron a Estados Unidos en una superpotencia. Sus victorias de entonces son incontestables, aunque no tan contundentes como muchos americanos quieren creer. Cuando Estados Unidos entró a la guerra con Japón, su ejército era mínimo y mal equipado. Las primeras batallas en el Pacífico fueron luchadas con fusiles antiguos y maquinaria oxidada, pero pronto el país readecuó el parque industrial y se convirtió en una enorme fábrica de armamento. El ejército se movilizó, y el país, protegido por dos enormes océanos, pudo pelear una guerra prácticamente sin riesgo de ser atacado directamente. A pesar de la increíble incompetencia militar de Stalin, el ejército Nazi fue derrotado en la Unión Soviética, lo que le facilitó las cosas a nuestro protagonista. En el teatro del Pacífico, el avance fue rápido y claro, pero en el umbral de las islas-hogar japonesas, los americanos se dieron cuenta de que una victoria convencional allí supondría demasiadas pérdidas, así que le hicieron un corto circuito a la situación arrojando dos bombas atómicas para terminar el conflicto.  

Habiendo salido victorioso e ileso de la hecatombe, Estados Unidos reordenó el mundo occidental bajo una nueva doctrina que se basaba en la integridad territorial de cada país y en la creación de instituciones internacionales para solucionar conflictos. El establecimiento de las Naciones Unidas supuso el comienzo del fin del imperialismo como política posible, y las naciones de occidente, lideradas por los Estados Unidos se dedicaron a contener lo que ellos veían como la amenaza soviética.  

En el verano de 1945 Estados Unidos prometía un futuro de justicia internacional, respeto a los derechos humanos y desarrollo económico sostenido. Pero pasaron otras cosas, y al país que se le veía en ese momento como un paladín de la humanidad, pronto se le vio actuar de forma sospechosa y desequilibrada. El águila apenas erguía sus alas sobre el planeta, y para millones y millones de seres humanos el paladín se convirtió en villano, usando su enorme fuerza militar para ejercer un poder hegemónico sobre el mundo.  

Así ven las cosas muchas personas. Yo no las veo así, y me voy a explicar en mi próxima entrega. Hasta entonces!  

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¿Es la religión responsable de la opresión a la mujer en los países islámicos?

Ojos que no ven, corazón que no siente

Ojos que no ven, corazón que no siente

El caudal de noticias que documenta la opresión, la discriminación y la explotación de la mujer en países de mayoría islámica es indetenible. Hace algunas semanas, Sakineh Mohammadie Ashtiani, una mujer de cuarenta y dos años, fue condenada por adulterio por un tribunal iraní. La sentencia era de muerte por lapidación, usando piedras lo suficientemente grandes para ocasionar un dolor intenso, pero no tan grandes como para causar la muerte instantánea. El sufrimiento hay que disfrutarlo, parece especificar esa burocracia sádica y detallista. Quizás movido por el escándalo internacional que se armó, el tribunal eventualmente ha decidido ahorcarla. El abogado defensor de la señora Ashtiani huyó del país, y ella ahí está, esperando su ejecución en un calabozo. A la mujer occidental que se le ocurra apelar por clemencia, se le tilda de prostituta, como pasó con Carla Bruni, la esposa del presidente francés.    

El caso Ashtiani es apenas uno de los miles que conforman el torrente noticioso. Dos más: El año pasado, una saudí soltera de 23 años fue condenada a un año de prisión y 100 latigazos, también por adúltera (el sexo fuera del matrimonio se tipifica como adulterio, esté la mujer casada o no). Su crimen fue haber sido violada por un desconocido que le ofreció un aventón. Recordemos que en Arabia Saudita a las mujeres se les tiene prohibido conducir automóviles, así que, como se dice en Venezuela, o corren o se encaraman. En 2008 en Somalia, una niña de 13 años, que cual caperucita roja caminaba por el campo para visitar a su abuela, fue asaltada y violada por tres desconocidos. Desesperada y sangrante, ella corrió a una aldea, donde los líderes tribales, en lugar de ofrecerle ayuda, la acusaron de adulterio, y comenzaron un proceso que culminó con su lapidación en un estadio de Mogadishu ante la presencia de numerosos espectadores. En cada uno de estos casos la ley islámica (Sharia) obliga a los clérigos a procesar y penar estos casos de esta forma tan brutal.   

Mujer oprimida

¿Criminal o ama de casa?

El adulterio es apenas una de las funciones ejercidas por las sociedades musulmanas para oprimir a la mujer. Existe la mutilación genital, por ejemplo. En Egipto hace apenas tres décadas su incidencia era de 97.5% entre las familias de bajo nivel educativo y 66.2% en las restantes. También está permitida la poligamia masculina, el divorcio inmediato y sin obligaciones para el hombre y el abuso físico. A la mujer se le constriñe desde el momento en que alcanza la pubertad. Su vida está marcada por códigos estrictos de conducta, que van desde el vestido hasta el contacto social. La opresión patriarcal en el Islam está muy documentada, y busca a suprimir lo femenino de la esfera pública. A la mujer en el Islam entonces hay que extirparle su propia identidad y reducirla a un objeto para beneficio del hombre. La amenaza que significa la posibilidad de la mujer como individuo subjetivo la convierte entonces en una criminal en potencia.  

Aunque Gadafi lo niegue, la evidencia presentada nos puede hacer inferir que la religión islámica sería entonces responsable de la opresión a la mujer en las comunidades en la que la Sharia es la ley. Al fin y al cabo, cada uno de los abusos que se cometen, al menos según muchos clérigos, están prescritos en el Corán, el libro sagrado de la religión que es la palabra de Dios, o en los Hadith, que son los textos que documentan los hechos y palabras de Mahoma. Pero hay más evidencia, que a mí me indica otra cosa. 

Uno de mis primeros contactos con el Islam ocurrió en Londres cuando yo aún trabajaba en finanzas. Mi jefa de ese entonces y yo nos íbamos a reunir con tres altos ejecutivos de una empresa saudí. Ellos llegaron inmaculados, de thwab y a ghutra an iqal. Al vernos, los tres me estrecharon la mano de manera formal y amistosa, y a ella ni la saludaron ni le miraron a la cara durante las tres horas que duró la reunión. Lo que me sorprendió de estos tres ejecutivos es que lejos de sentirlos exóticos y distantes, me recordaron a los típicos hombres machistas latinoamericanos. En los años siguientes viajé en diferentes ocasiones por países de mayoría islámica y consumí cada vez más de su producción cultural. Poco a poco el prisma religioso a través del cual aprehendía mis experiencias se fue transformando en otra cosa. Cada libro que leía, cada viaje que realizaba, me enfrentaba ante a un espejo que reflejaba elementos primitivos de mi propia cultura. El Islam seguía siendo dominante, era el contexto indispensable de estas culturas que comenzaba a conocer. Sin embargo, en el fondo, lo material era el carácter patriarcal de estas sociedades. La religión lo que hace es interpretarlas, iluminarlas y rerforzarlas.

Quizás el punto de inflexión en mi percepción del tema ocurrió en Beirut, que por cierto me recordó mucho a Caracas, a Lima, y hasta a la Ciudad de México. Allí compré «La Sociedad Arabe y su Cultura», un libro de ensayos de sociología escritos por intelectuales de diferentes países árabes bajo el patrocinio de la Universidad Americana de Beirut. La mayoría de los ensayos están escritos utilizando metodologías postmodernistas y generalmente desde un punto de vista de izquierda, y son impecables en lo que respecta a su investigación y documentación. Leyendo textos sobre las relaciones sociales en la clase alta Damasquina, sobre la juventud marginal en las barriadas del Cairo, y sobre las relaciones personales entres las mujeres que participan en matrimonios poligámicos (entre muchos otros interesantísimos temas), descubrí que uno de los vectores fundamentales en la función social de los países de mayoría islámica es el honor de la familia. Esta es una carga enorme que en su mayor parte la lleva la mujer.

La opresión entonces es imprescindible para el mantenimiento del buen nombre, y para asegurarlo, se recurre a medidas extremas, como el asesinato de jóvenes rebeldes por parte de sus padres, y el aislamiento social de la mujer. Esto yo lo he visto en América Latina (y según me cuentan era la norma – aunque nunca tan brutal – hasta hace sólo algunas décadas). La diferencia parece ser que los estados latinoamericanos son nominalmente liberales y abiertos a la transculturización, y le prestan a la mujer una vía de escape de la tradición patriárquica. En la mayoría de países islámicos, en cambio, los estados son (al menos en lo que respecta al derecho civil) teocracias en las que la ley es es Islam, y ésto lo que hace es reforzar y legitimar la estructura patriarcal en una nueva forma de modernidad.

¿Las mujeres son oprimidas en países islámicos por la religión o se utiliza a la religión para mantener la patriarquía tradicional de estas sociedades? Yo tiendo a creer en la segunda hipótesis. Una reciente lectura sobre mitos africanos apunta en esa dirección. Justamente en Africa es donde la mutilación genital femenina está más extendida. Se relaciona mucho esta práctica abominable con la religión musulmana. Pero vale la pena investigar más. El pueblo Dogon de Mali, por ejemplo, tiene una mitología riquísima que precede a la llegada de la religión islámica. Su mito de creación más importante cuenta que Amma (Dios) quería tener relaciones sexuales con su consorte (la Tierra), pero ésta tenía un clítoris enorme que se levantaba en su contra en un ademán de rebeldía. Amma entonces le cortó el clítoris para poder poseerla. La vegetación, los animales y los espíritus que pueblan el mundo fueron engendrados por las relaciones sexuales entre Amma y su consorte, lo cual no habría sido posible sin el bautismo consistente en la mutilación genital. Los Dogon, hasta el día de hoy, le extirpan el clítoris a sus niñas.

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¿Existe la Burguesía Fascista?

NO. A pesar de lo que diga Hugo Chávez, de lo que lo que asuman ciertos partidos políticos, o de lo que escriban algunos comentaristas de izquierda, el espectro de la Burguesía Fascista es una quimera, una contradicción absoluta que lo único que hace es generar dudas sobre la capacidad intelectual de quienes invocan semejante barbaridad. Por definición, el burgués que se hace facha deja la burguesía, y el peor enemigo que puede tener un fascista es un burgués.

Me explico (muy somera y superficialmente). Ya en el siglo XVIII, el sistema monárquico imperante en Europa daba muestras de desgaste. La incapacidad de las coronas del continente de solventar las penurias de sus pueblos se conjugó con ideas filosóficas y experiencias históricas para desarrollar un nuevo sistema político que fue el Liberalismo, cuya clase dominante estaba constituida por los burgueses, y cuyo objetivo era garantizar las libertades individuales. Los Estados Unidos de América se formaron bajo la bandera de esta nueva ideología. Bajo esa misma bandera se desató la revolución francesa, que comenzó traicionándose a sí misma y terminó con la derrota irrevocable del ejército napeolónico. Las monarquías tuvieron cien años más de vida en un siglo XIX bastante pacífico pero muy turbulento. La revolución industrial, la urbanización acelerada, y el creciente intercambio social y comercial fueron sólo algunos de los factores que despertaron a las masas europeas ante la ineficacia y la injusticia del sistema monárquico. Algunos pueblos (notablemente el alemán), enarbolaron la bandera del Liberalismo para crear nuevos estados y fracasaron. Ya era demasiado tarde para evitar conflictos mayores. Dos ideologías nuevas y en oposición, el Socialismo y el Fascismo, se desarrollaban y comenzaban a captar los corazones de los hombres.

Antecedido por algunos movimientos obreros y utópico-intelectuales de finales del siglo XVIII, el Socialismo nació adulto e intelectualizado de las plumas de Marx y Engels. La clase dominante de este sistema es la trabajadora, es decir, el proletariado, y anhela la mejora de las condiciones de vida de esa clase mediante la enajenación de los bienes de producción y el ordenamiento científico de la sociedad y de la economía. Ya tendremos otra oportunidad para discutir los errores fundamentales del Socialismo, y cómo esos errores lo condenaron al fracaso absoluto en todos los estados que se crearon bajo su bandera.

A diferencia del Socialismo, el Fascismo fue una ideología que se vino desarrollando poco a poco. Se gestó con el despertar nacionalista de pueblos que vivían desperdigados en estados diferentes (como Alemania), y de pueblos heterogéneos que vivían bajo el yugo de monarquías multinacionales (como Austria). A medida de que los pueblos europeos fueron coalesciendo en naciones homogéneas, el anhelo fascista se tradujo en un sistema totalizante y desclasado, cuyo liderazgo sería formado por una coalición sólida de los mejores elementos de la nación, y cuyo objetivo sería mejorar las condiciones de vida de ésta como un todo homogéneo y armonioso (craso error fue no preguntarse cómo convivirían múltiples estados fascistas en equilibrio y en paz).

El siglo XX le proporcionó a la historia un escenario terrible para enfrentar entre sí a las tres nuevas ideologías y proporcionar un desenlace definitivo. La primera guerra mundial arrasó con el sistema monárquico. La segunda derrotó al Fascismo. La guerra fría terminó con el fin del Socialismo y consolidó la hegemonía del Liberalismo. Francis Fukuyama llamó a esto el fin de la historia, y si lo vemos así, no estaba tan equivocado.

Pero volvamos al tema que nos concierne. Los burgueses liberales anhelan la libertad individual a ultranza. El bienestar general, la armonía social y la paz son consideraciones secundarias y supeditadas a la libertad de acción del individuo. Esto es porque el Liberalismo asume que las diferencias entre las personas son demasiado grandes, y cada quien por su cuenta que busque la felicidad a su manera y sin las menores trabas posibles. El estado Liberal entonces se centra en el objetivo de proteger al individuo de la masa. El Fascismo por el contrario asume que los individuos de una nación aspiran a lo mismo y consiguen su felicidad bajo criterios comunes. El estado Fascista entonces se convierte en una proyección burocrática del espíritu nacional. Se arroga para sí todas las funciones sociales, y si bien permite la propiedad privada, lo hace porque él controla las intenciones del capital, y cuando no, lo somete y lo expropia. En su afán homogeneizante, el estado Fascista se ve obligado a peinar al pueblo para que todos se orienten a lo mismo, le hace un cortocircuito para lograr una identificación plena entre nación y estado. La utopía fascista se convierte en una pesadilla totalitaria que en función de una limpieza nacional, al individuo que no se acopla se le coaxiona, se le encarcela y se le asesina. Nada más lejos de las aspiraciones de un burgués que sólo quiere su beneficio propio y hacer lo que se le venga en gana.

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Disturbios en la Montaña

Lo que comenzó como ventarrones helados pronto se convirtió en rumores transados en silencio, gritos en la mitad de la noche y temblores que se nos iban aproximando. El desasosiego entre los expedicionarios era tal que nos impidía seguir encumbrándonos. La zozobra nos acechaba desde el mundo, el clamor de pueblos deslastrados y confusos que respondían preguntas que nadie había hecho, y las respondían mal. Yo soy Pierre Sogol, sacerdote. Pasé años subiendo una montaña gigantesca, procurando el bien, guiado por el antecesor más puro del diamante. Pero por más que subía, bajaba más, por más que me alejaba del mundo, más regresaba. Entonces, a medio camino, entre un peñasco y un acantilado y contemplando la imposibilidad del ascenso, disolví nuestra compañía. Algunos expedicionarios, entendiendo el despropósito de nuestra empresa, bajaron conmigo. Mochilas al hombro y cabizbajos, nos perdimos entre la niebla de los páramos y llegamos a la costa, cada quien embarcando a sus ciudades de origen. Unos pocos continuaron el ascenso, y como ángeles acercándose a las nubes, me los imagino sonrientes cada vez más cerca de lo inmaterial y maravilloso.

Yo por el contrario ahora me encuentro en Nueva York. De la misma manera como una vez me obsesioné por lo esotérico, ahora me encuentro fascinado por lo mundano. No hay día que no pase demasiadas horas leyendo noticias, blogs, y reportajes. En las tardes reviso el desenvolvimiento de los mercados financieros, y entre una cosa y otra, camino, veo, visito, y estudio. En esta época esquizofrénica y ruidosa le ofrezco una voz más al tumulto, y en este blog haré las preguntas que no se hace la gente, pero que igual responden de manera mala y equivocada. Yo soy el profesor Pierre Sogol, sacerdote. Cuando lea las estúpidas declaraciones de un gobernante insulso, léame porque algo tendré que aclarar, y cuando se desate una guerra, búsqueme aquí porque yo tendré algo que si no original, interesante que decirle. Aquí, a medio camino, entre un ascensor y una pared enladrillada me encuentro para servirles. El viaje de mi vida lo tuve que interrumpir por la desazón general del mundo, y aunque contento estoy, he perdido lo inmaterial. Al mundo ahora me dedico (si no al bien), porque no sé si todavía le perdono haber iniciado los disturbios en la montaña que me aterizaron aquí.

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